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miércoles, 21 de mayo de 2014

Dejando de ser Emilio para ser Julia



Lo que más me gustaba de Adriana era su cuerpo.

Era una mujer grande.  Tengo una habilidad particular para advertir las formas y las dimensiones.  De las cosas.  De los cuerpos.  Debí haber sido arquitecto.  O diseñador de interiores.  O de modas.  ¡Pero nunca contador!

Pero bueno, debía ser como mi madre.  Mi madre era tan formal.  La ejecutiva perfecta.  Sus vestidos.  Sus peinados.  Sus sostenes con varetas de acero incrustadas.  Sus enaguas.  Sus zapatos cerrados de taco mediano.  Su cartera de piel en perfecto maridaje con los zapatos.  Su Cadillac de ejecutiva.  La contadora corporativa ideal.

Adriana era una mujer grande.  Muy grande.  El tamaño de sus pies competía con el de los míos.  De tan solo mirarla estaba seguro que mis calzones se ajustarían perfectamente a sus caderas.

Cuando llegó el momento de los anuncios en la Misa, ella se levantó para informar la creación del Coro Parroquial de la Juventud.  La fiebre con Juan Pablo II era grande.  Las travesías del Papa Viajero eran inspiradoras y todos soñábamos con cantarle al pescador de hombres.  Estaba seguro que allí, con ella, era que yo quería estar.  Terminada la celebración me le hice disponible.  Desde entonces fuimos amigos inseparables.

Fue una perfecta e inmediata infatuación.  Yo no cantaba.  ¡Y qué importaba eso!  La magia del coro era la de muchas voces que solas no nunca dirían nada pero juntas eran maravillosas.  Aunque no era el coro, era ella.  Tan grande.  Tan comedida.  Tan poco llamativa.  Tan poquita a pesar de ser tan grande.

La voz de Adriana tenía una relación inversa al tamaño de su cuerpo.  Algo así como un pollito en el cuerpo de una gallina muy grande.  Armoniosa y aguda, su voz tenía un exquisito registro vocal de soprano que solamente podía ser melodiosa cantando en un coro.  Su cuerpo excedía por mucho su recato y delicadeza.  No en balde ningún hombre se había fijado nunca en ella.

Yo, que siempre había orinado sentado como mi madre me había enseñado –para que no mojara el piso y contuviera mis excesos– podía entender, compadecer y admirar perfectamente a una mujer como Adriana.  Un espíritu frugal obligado a una gran jaula.  Un alma moderada aderezada con excesiva parquedad.  Lo contrario a mí.  Un caballo indomable encerrado en la jaula de un pajarito.

La conquista fue sencilla.  Las visitas a su casa se hicieron frecuentes.  Y nuestros padres se sintieron muy felices.  Ellos, que se habían adelantado a hacerse de la idea de que ninguno de nosotros le daría nietos.

El padre de Adriana promovía que me quedara solo con ella en su cuarto.  Mientras mi madre me exhortaba a quedarme en su casa a dormir.  Me pasaba las tardes metido en el cuarto de Adriana.  Cantando con ella.  Ensayando juntos para el coro.  Me gustaba hacer las voces de ella.  Me era muy fácil pasar de tenor a contralto.  Muy fácil.
Ya estaba listo.  Siempre lo estuve.  Desde el primer día.
–Mis zapatos te sirven, le dije una tarde a Adriana.
–¿Me los pruebo?
–Yo creo que a ti te sirven los míos, dijo ella.
–¿Tú crees?  ¿Me los pruebo?
Cuando caminé por primera vez con tacones el corazón se me quiso salir.  Era como manejar un auto deportivo para un chico pobre criado en arrabales.  ¡Un sueño!  Los ojos me brillaban.  Adriana estaba muy contenta.  A los pocos días estábamos experimentando con nuestra sexualidad y yo me estaba poniendo la ropa de Adriana.  Era nuestro juego más divertido.  Los sábados ella me maquillaba el rostro para practicar conmigo su técnica de embellecimiento y yo me ponía sus batas con sus tacones mientras ella lo hacía.  Y éramos muy felices jugando nuestro juego.

El destino, como siempre, se tornó predecible.  Como el amor y la tristeza.  La enfermedad y la cura.

En poco tiempo nos casamos.  Y tuvimos un hijo que nos hizo muy felices.  Y como desde el primer día, siempre nos entendimos.  Siempre hemos sido felices.

Seguimos cantando juntos.  Seguimos disfrutando nuestros juegos.  Nuestra felicidad.  Dejando de ser tenor para convertirme en contralto.  Dejando de ser Emilio para ser Julia.



 “Me gustaría que por una vez me miraran y me vieran a mí. Nada más. Sólo que me vieran a mí”

          Frase de la película "Transamerica"




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